jueves, 20 de agosto de 2009

SIGUE RECUERDOS DE MI INFANCIA (TERCERA PARTE)

Usos y Costumbres
El mobiliario de la casa era muy modesto: Una cama de matrimonio, dos camas “turcas” con colchones de lana de oveja (cuando se apelmazaba, se llamaba al “colchonero” para que la pasara por la máquina para escardarla), un ropero con un espejo rectangular en la puerta, un reloj grande de pared, que daba campanadas cada hora y una palangana con su jarra de loza inglesa, sobre la cómoda.
Para cocinar, teníamos una de las cocinas llamadas “económicas”, de hierro fundido, con salida al exterior y que en su recorrido, también servía para calentar la habitación. Estaba todo el día encendida y se podía –según mi padre- “quemar de todo”, por eso eran económicas. Nos divertíamos abriendo con cuidado la puertita por donde se alimentaba el fuego y echábamos en las cenizas calientas batatas, que una vez asadas, comíamos con cucharita. En la mesa rectangular de la cocina siempre había un mantel de hule, donde además de comer, por la tarde hacíamos los deberes de la escuela y mi padre los cálculos para presupuestar sus trabajos en una libreta negra.
También existía el “brasero”, que construía mi abuelo Lucio, que era herrero de oficio y lo usábamos en los días de mucho frío, pero que teníamos la precaución de ventilar bien por “las emanaciones peligrosas del carbón de leña a medio encender”. Las brazas de carbón también las usaba mi madre para calentar la plancha de hierro, para alisar la ropa. Tampoco faltaba el calentador marca “Primus” a kerosene, para comidas rápidas. Con un pequeño émbolo se le daba presión para que el combustible subiera hacia el mechero, que frecuentemente teníamos que destapar con agujas especiales. Ah, me olvidaba, tampoco faltaba la “heladera a hielo”, que se alimentaba con ½ barra diaria que repartían a domicilio.
En las noches crudas de invierno, antes de acostarse, para calentar las camas se colocaban ladrillos calientes, envueltos en diarios. Una yema batida con azúcar y leche hirviendo, era una buena manera de calentarnos también por dentro. Mi madre, todas las noches, colocaba la “escupidera” debajo de la cama para orinar a la noche, porque la letrina quedaba muy lejos… El invierno castigaba mucho y por la mañana se formaban escarchas en los charcos de agua. A las personas mayores, pero especialmente a los chicos, le “salían sabañones”. Para bañarnos se usaba un “fuentón” grande que se llenaba con agua tibia. Una vez por semana, hiciera falta o no, había que bañarse…
Nos sentíamos protegidos por la calidez del hogar y el amor incondicional de nuestros padres. Cuando llegábamos a casa, de la escuela o de los juegos, mamá siempre estaba esperándonos. Me hubiera gustado que el tiempo se detuviera… pero como lo expresó tan bien el poeta Miguel Hernández:
“Desperté de ser niño,
nunca despiertes,
triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa,
pluma por pluma”.
La ropa que mi hermano y yo usábamos, era confeccionada íntegramente por mi madre, que según ella, “era pantalonera fina”. Tenía como un tesoro y cuidaba con mucho esmero, una máquina de coser “Singer” importada, que se manejaba a pedal. Ella nos contaba que había abandonado la escuela primaria, para trabajar en un taller de confección y le habían asignado hacer pantalones para algunas tiendas de la ciudad, allá por 1914. Era la mayor de 14 hermanos y por aquel entonces había una gran miseria. Comenzaba la Primera Guerra Mundial… En sus ratos libres, también tejía al crochet, con una sola aguja.
Los nacimientos y los velorios eran acontecimientos que sucedían en las casas. Yo mismo nací en la primera pieza que se construyó, asistido por mi abuela y una partera del barrio. El médico se llamaba únicamente cuando el parto se complicaba.
En el año 1932, llegó la electricidad al barrio, desplazando a los faroles a kerosene para iluminar. La radio eléctrica reemplazó a la de “galena” y fue una verdadera revolución. Las radios del Pueblo, Porteña y Stentor fueron las primeras estaciones. Los aparatos tenían válvulas, que había que cambiar seguido porque se “quemaban”.
Los radioteatros fueron uno de los entretenimientos más esperados de la tarde y las noticias llegaban al instante. Una de las más tristes por aquel entonces, se recibió un 24 de junio: la muerte trágica de Carlos Gardel, en un accidente de aviación en Medellín, Colombia (1936). Ese día vi llorar a mi madre. Yo apenas tenía siete años.
Recuerdo que ella recibía una novela en entregas semanales con un título muy particular: “Abandonada en su noche de bodas”. También teníamos una “victrola” que se accionaba con una manivela y se podían escuchar canciones grabadas en discos de pasta. Gardel, Charlo y Corsini, eran los más escuchados.
El teléfono llegó primeramente a algunos comercios de la zona. Consistía de una caja rectangular con un auricular (tubo) y una manivela al costado, que al accionar, aparecía la voz de una telefonista desde una “Central”, que era la encargada de comunicar con el número requerido. Este procedimiento permaneció varios años, aún después que se instalaron en los domicilios. La Compañía de teléfonos era inglesa lo mismo que el ferrocarril con máquinas a vapor, que comenzó a funcionar en la ciudad a principios de la década del 30 y conectaba con la Capital Federal. Por ese tiempo dejaron de funcionar los tranvías “tirados por caballos”, para dar paso a los eléctricos. Contaba mi padre, que los de tracción a sangre, eran muy peligrosos en las bajadas, ya que arrollaban a los caballos y después había que sacrificarlos. Durante muchos años, fue el principal medio de transporte. Cerca de casa pasaban dos líneas eléctricas; una de ellas recorría el diagonal 74 que llegaba al cementerio. La mayoría de las calles eran de tierra y cuando llovía mucho, los carros se encajaban en el barro. Por suerte, la calle 67, frente a casa, era pedregosa y se podía transitar mejor.
Era la época en que los vecinos, al atardecer, salían a sentarse a la vereda a tomar mate y conversar, mientras los hijos jugaban en algún terreno baldío cercano. Era normal que las casas, durante el día, permanecieran abiertas y sin llave. Rara vez se escuchaban relatos sobre atentados a la propiedad y a las personas. Eran otros tiempos…

Juegos y Entretenimientos
Los principales juegos de los chicos varones, eran el fútbol con pelota de trapo, el “chafe” policía) y el ladrón, las “bolitas”, el “deneiti” que consistía en cinco piedras de mármol pequeñas que se revoleaban y la “viyarda”, un palo de aproximadamente 50 cm. de largo y otro más pequeño rebajado en los extremos. Cuando éste se ponía en el suelo y se lo golpeaba en uno de los extremos, se elevaba y entonces era golpeado para tirarlo con fuerza hacia adelante.
El que lo tiraba más lejos, ganaba. Era muy divertido y se necesitaba fuerza y destreza. Yo rara vez ganaba, era mejor jugando “a la pelota”. También nos entreteníamos con el “trompo” y el “balero”, que eran juegos individuales. En los meses de vientos (agosto y setiembre), los barriletes adornaban el cielo. Había que ver la destreza de algunos chicos, muchas veces ayudados por sus papás, para armarlos. Se usaban medias cañas para el esqueleto y papel de seda para el cuerpo. Los más hermosos eran los llamados “cajones” y “estrellas”. Se competía entre las barriadas.
Las niñas, en cambio, jugaban a la mancha, en sus distintas variantes, a las escondidas, la rayuela y al “martín pescador”: “¿me dejará pasar? Pasará, pasará, pero el último quedará…”-- decían.
Estábamos mucho tiempo al aire libre y la vida era muy sana.
Eran muy comunes las “calesitas”, tiradas por caballos, estacionadas en algún terreno baldío del vecindario, con una “pera” (sortija) que teníamos que sacar, para poder tener una vuelta extra gratis. Una o dos veces por año, también llegaban circos que acampaban en las plazas de la zona con animales, trapecistas y payasos. Todo el barrio se alborotaba. Era el tiempo del “manicero”, que andaba en bicicleta y con un brasero, cocinaba maníes que luego vendía en cucuruchos de papel.
La inauguración del cine Edén en la calle 12, fue todo un acontecimiento. Se pasaban películas argentinas de Carlos Gardel y Libertad Lamarque, como “El día que me quieras” y “La ley que olvidaron”. Las de “cowboys” eran muy requeridas y también veíamos algunas mexicanas con María Felix y Jorge Negrete…Dos o tres veces por mes, íbamos al “biógrafo” con mamá, y después comprábamos helados “de agua”.
Con papá, en cambio, iba a la cancha a ver jugar a Estudiantes. Él era fanático pero moderado. Nunca le oí decir malas palabras. Siempre nos quedábamos cerca del alambrado, por seguridad, detrás del arco de la calle 55, frente a la Escuela Industrial “Albert Thomas”. Era la década del 40 y pude ver a jugadores de la talla de Arsenio Erico, Adolfo Pedernera, Angel Labruna, Angel Zosaya, “Nolo” Ferreyra, Guaita, Sarlanga, “Capote” Vicente De la Mata, Sastre, José Manuel Moreno “el Charro”, Masantonio, Reinaldo Martino… pero sobre todo al equipo de Estudiantes: Ogando, Rodríguez y Palma, Garcerón, Ongaro y Sande, Gagliardo, Negri, Laferrara, Cirico y Pellegrina. Siempre se anotaban muchos goles en los partidos porque se atacaba con cinco delanteros y se dejaba jugar.
Después del partido, regresábamos caminando y cuando llegábamos a la calle 12, comprábamos una pizza grande de “mozzarella” que llevábamos a casa. Era el tiempo en que papá era mi héroe. Al lado de él me sentía protegido y muy pero muy feliz.

Enfermedades y tratamientos
Cuando llegaban las enfermedades, el “boticario” y la “curandera” del barrio, eran consultados antes que al doctor de la familia. Había una lista interminable de “remedios caseros” e intervenciones “non sanctas” muy extrañas. La curación del “mal de ojo” y el “empacho” por la curandera, eran muy comunes. Yo mismo fui sometido a esas “terapias” algunas veces. La mayoría de los médicos de la época decían que “la tirada del cuerito”, tenía cierta base científica y la recomendaban. Los calambres y dolores musculares se aliviaban con la famosa “untura verde”, muy usada por los deportistas de la época, pero con un olor muy irritante. Cuando los chicos estaban inapetentes y raquíticos, había dos remedios que podían comprarse en la botica: “Ferroquina Bisleri” y el famoso “Aceite de hígado de bacalao”. Este último era muy resistido por su horrible sabor. A veces se escuchaba el refrán: “jorobarse y tomar quina, es la mejor medicina”. De vez en cuando, y para fortalecerme, mi madre me preparaba banana pisada con miel que acompañaba con nueces picadas. Preparado que comía con mucho gusto.
Otro remedio muy común era la “tintura de yodo”, que se usaba como tópico para las infecciones de la garganta. Mi madre había adquirido una técnica muy particular: Se envolvía el dedo índice con algodón, lo embebía en la tintura y lo pasaba por la garganta, “para sacar las placas” y desinfectar la zona. También se usaba para tratar heridas y pincelar la piel para detener “el avance del tétanos hacia el corazón”, repetía mi mamá. Cuando había fiebre, se hacían baños con agua templada y cuando se presentaba el “falso crup” se le hacía inhalar al niño vapor de agua.
Para combatir el estreñimiento, se recurría al “aceite de ricino”, y cuando éste no actuaba al “enema”. Era un recipiente enlozado con una salida en la base, donde se conectaba una pequeña manguera de goma que en el extremo tenía una cánula que se introducía en el ano. El recipiente se llenaba con una solución jabonosa tibia que entraba por gravedad en el interior de los intestinos. Era una ayuda muy eficaz para evacuar el vientre.
Cuando aparecían las “bronconeumonías” o neumonías, se recurría a las “ventosas”. Eran unos vasos de vidrio gruesos, a los que se le introducía un hisopo de algodón embebido en alcohol encendido, para producir vacío y aplicarlo rápidamente sobre la espalda del paciente. Era impresionante ver a la persona con 6 u 8 ventosas sobre su espalda, varios minutos. Las marcas en la piel lo acompañaban varias semanas.
Había muy pocas vacunas para prevenir enfermedades infecto contagiosas, tales como el sarampión, la escarlatina, la tos convulsa, la influenza o gripe, viruela y difteria.(1) Estas dos últimas eran
las más temidas. Para la época en que comencé la escuela primaria, aparecieron vacunas para prevenirlas; se inoculaban en el brazo, mediante unos pequeños cortes con el suero. A los pocos días ya “prendía” y esa cicatriz lo acompañaba a uno toda la vida.
Tampoco existían los antibióticos, y si bien Alexander Fleming descubrió la penicilina en 1929, recién se empezó a aplicar en seres humanos en 1941. Por tal motivo enfermedades como la tuberculosis, sífilis y blenorragia eran muy graves y difíciles de curar. Estas últimas, eran contagiadas por transmisión sexual y el tratamiento era muy prolongado y penoso. El promedio de vida era bajo. Mi abuela paterna, Catalina Pagano, falleció de un simple carbunclo a los 42 años.

El Almacén
Hacia fines del año 1936, mis padres tomaron una decisión heroica y no exenta de riesgos: hipotecar la casa, abandonar el oficio de albañil, y comprar “a plazos”, con pagarés mensuales, el almacén del barrio que estaba en la esquina de las calles 67 y 22, cuyo dueño era el Sr. Evaristo Verdugo, un italiano muy respetado. “Se lo vendo a Uds., porque son muy trabajadores y responsables”, les dijo.
En enero de 1937 nos mudamos. Era una casa de dos plantas: arriba estaban los dos dormitorios, el escritorio, un vestíbulo y la terraza. En la planta baja se ubicaba el negocio en la esquina, la cocina y el lavadero, el baño, los depósitos, el bar, un patio techado y el galpón, donde apilábamos la leña, las bolsas de carbón y recipientes con diferentes contenidos.
Recuerdo que en el galpón, había ratas de todos los tamaños y una o dos veces por mes, venía el padre del Sr. Verdugo, un anciano que había estado en la guerra del ‘14, para combatirlas. Había creado una trampa tipo cajón con un sebo dentro, y una pequeña abertura de alambre por donde la rata se deslizaba cómodamente hacia el interior, pero no podía salir porque la abertura se achicaba y los alambres estaban de punta. Entonces abría una compuerta y la metía en una bolsa. Para matarla la sumergía en un tacho con agua o directamente la golpeaba contra el suelo. Yo lo observaba desde lejos, con asombro, horror y asco a la vez. Una vez me comentó que durante la guerra y por la escasez de alimentos, comían ratas. En el escaso terreno que quedaba había un pequeño gallinero. En verdad, era una casa amplia y cómoda para vivir.
No puedo dejar de mencionar a “Don Juan”, un personaje singular que mi padre había conocido cuando trabajaba en la construcción. Cierto día llegó al negocio borracho y convertido en linyera. Tendría alrededor de 60 años. Mi padre lo reconoció y le hizo lugar en el galpón, “para que no durmiera en la calle”. Era un hombre educado y respetuoso. A la mañana salía con su bolsa a juntar cartones y papeles que luego vendía. En casa tenía asegurado un plato caliente de comida y algún “vinito” a la noche. Yo tenía largas charlas con él y lo llegué a querer mucho. Él estaba pendiente de mí y me protegía. Por la noche, cuando se retiraba para descansar y “en copas”, comenzaba a dialogar con un ser que, según él “se le aparecía”.
Lloré mucho, cuando una madrugada nos despertamos con el galpón en llamas. Pensamos que había llegado el fin de Don Juan, pero no, había podido salir con algunas quemaduras, que meses después le ocasionaron la muerte. Nunca supimos el origen del incendio, pero mi padre supuso que una “colilla” mal apagada de su cigarrillo, había sido la causa. Para con mi padre tuvo una gratitud infinita y fue leal a la confianza que le dispensamos. Estoy agradecido por haberlo conocido y tratado en mi tierna infancia.
Al poco tiempo, y de acuerdo con sus habilidades y preferencias, mis padres se distribuyeron las principales responsabilidades del negocio: Mi madre atendía a los clientes y llevaba el control de las compras y la economía en general y mi padre se encargaba de preparar los pedidos que se recibían por teléfono y repartirlos a domicilio en un triciclo. Poco tiempo después, se compró un carro tirado por una yegua llamada “Lula”. También atendía el bar por la tarde y los fines de semana. Cuando llegaban los “parroquianos”, la mayoría de origen italiano, tomaban unas copas y jugaban a las barajas (el “tute”, truco, la escoba de quince y el “codillo”, eran los principales juegos). La grapa, caña, vermouth con
soda, anís, moscato y vinos tinto, blanco y clarete, eran las bebidas alcohólicas más requeridas. Cuando estaban “alegres” por efecto del alcohol y algo nostálgicos, cantaban las clásicas “canzonetas” de su país. El pequeño bar se llenaba de alegría…
El negocio prosperaba y poco a poco se amplió en sus ofertas, incorporando mercería, perfumería y librería. Se vendía casi todo al “menudeo”, es decir suelto. El azúcar, la yerba y las harinas, por ejemplo, llegaban en bolsas de arpillera de 40-50 kilogramos. El vino se compraba en “bordalezas” (toneles) de 200 litros que se “espichaban” para fraccionarlo. Lo
mismo ocurría con el aceite y el kerosene. En los primeros tiempos, comprábamos hielo para refrigerar una heladera grande. La compra de una heladera eléctrica fue todo un acontecimiento y se incrementaron sensiblemente las ventas.
La instalación de una “incubadora” para criar pollitos bebé fue otra iniciativa de mi padre. A los 3-4 meses teníamos pollos para nuestro consumo y también para vender en el negocio.
Recuerdo haber visto varias maneras de matar a las gallinas, pero veo a mi padre tomarlas de la cabeza, darle dos o tres vueltas en el aire y tirarlas al piso. Una vez muertas, las colocaba en un recipiente con agua hirviendo para quitarle las plumas. Cuando faltaba mi padre no se comía gallina en casa…
A los pocos años y con gran sacrificio, ya éramos dueños de la propiedad y el almacén. Una de las grandes preocupaciones de mis padres era la venta al “fiado” con la libreta, donde se anotaban las compras y a fin de mes se sumaba el importe. Algunos clientes se atrasaban en sus pagos y otros desaparecían. Eran verdaderos “clavos”, como se decía entonces. A pesar de todo, salíamos adelante.

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